El pasado 15 de octubre a Francisco Hernández Jr., 13 años, le regañaron por algo que hizo mal en la escuela. Al salir llamó desde el móvil a su madre para decirle que iba para casa. La madre le informó de que la escuela había llamado antes que él, y que debían hablar muy seriamente. Temeroso de que volvieran a regañarle, Francisco buscó refugio en el metro de Nueva York. Se metió dentro y no volvió a salir hasta 11 días más tarde.
Francisco Hernández Jr. padece el síndrome de Asperger, una variante suave del autismo que da pie a disfunciones sociales y comportamientos aislados y obsesivos. Es por cierto una enfermedad típica de genios, tales como el pianista Glenn Gould o el director de cine Tim Burton. Francisco no tiene amigos, no expresa sus emociones cuando las tiene y no es fácil saber a qué atenerse con él.
Menos fácil aún le debe resultar a sus padres, inmigrantes mexicanos embarcados en una dura lucha diaria para salir adelante en Nueva York. Su padre trabaja en la construcción y su madre limpiando casas. Cuando vieron que su hijo no volvía a casa salieron a patrullar el barrio y el metro, donde una vez Francisco ya se había “encerrado” por espacio de cinco horas. Su padre pidió prestada una bicicleta para recorrer la zona de la escuela. Él y su mujer “peinaron” el metro durante horas, del midtown hasta Coney Island. A medianoche, desesperados, llamaron a la policía.
Problemas con la policía
Con todo el alivio que ahora sienten después de recuperar a su hijo, los Hernández no dejan de quejarse de que la policía no les hizo, en su opinión, suficiente caso al principio. “Sería por no hablar inglés bien, sería por nuestro estatus legal, pero no te prestan la suficiente atención”, denuncian a "The New York Times".
La policía lo niega y además presume de ser quien lo encontró. Pero lo cierto es que nadie se explica cómo pudo un adolescente perderse en el metro durante 11 días y sus noches. Más cuando su familia llegó a movilizar al consulado mexicano en Nueva York. Colgaron por todas partes carteles con la foto de Francisco donde se podía leer en español: “Franky vuelve a casa. Soy tu madre, por favor vuelve, te quiero, mi pequeño”.
¿Y qué hizo Franky durante esos once días? Pues montaba en un vagón de metro, seguía la línea hasta el final, se bajaba y empalmaba con otra. Tranquilamente y sin meterse con nadie. El metrocard (el abono del metro neoyorquino) le permitía viajar ilimitadamente y con el poco dinero que tenía se compró botellines de agua mineral y alguna bolsa de patatas fritas y otros snacks que venden en los quioscos del metro. Cuando se los había comido doblaba muy educado los envoltorios y los iba guardando en su mochila. También se apoyaba en ella para cabecear encima cuando estaba cansado. Usaba el baño en la estación de Stillwell, en Coney Island.
Deambuló sobre todo por las líneas 1, D y F (la que lleva a Coney Island), que fue donde por fin se fijó en él un policía que había visto los anuncios. Le preguntó si era Francisco y el niño, muy amable, dijo que sí. Acabó así una pesadilla pero empezó otra. ¿Puede esto volver a ocurrir otra vez? Y si ocurre, ¿qué garantías hay de un segundo final feliz?
Franky cuenta que nadie le preguntó nada a lo largo de su odisea subterránea. Ningún otro pasajero del metro notó nada raro ni se interesó por él. “A nadie le preocupan los demás”, constata. Él será autista, pero evidentemente no es el único.
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