lunes, 6 de julio de 2009
El infierno de las madres viajeras
El infierno está alfombrado con buenas intenciones, dice el refrán. ¡Y qué verdad es!, pensó ella, mientras empujaba el cochecito por el andén, arriba y abajo, para hacer tiempo. El día anterior había consultado la web de la Renfe y, por culpa de su sentido común, había dejado de leer al enterarse de que existía un servicio de asistencia al viajero concebido para ayudar a personas con dificultades especiales. En ese momento sucumbió a la ingenuidad de pensar que cualquier persona que viaje sin otra compañía que un bebé de cinco meses en su carrito, además de su maleta, la bolsa del niño y una mochila con los biberones, pañales, potitos, cambiador, mudas y sonajeros imprescindibles para el viaje, es, evidentemente, un viajero con dificultades especiales. Por eso, salió de casa con media hora de antelación, consultó en el mostrador, y desde allí la encomendaron a unos operarios que charlaban junto a la cabecera del tren. Y al dirigirse a ellos empezó a alucinar.
–No, señora –el primero al que pidió ayuda negó con la cabeza antes de que terminara la frase–. Lo sentimos mucho, pero no podemos ayudarla. Este servicio está destinado a discapacitados físicos.
–Bueno, ahora mismo yo soy una discapacitada física –y hasta sonrió, para intentar ganárselo–. Sólo tengo dos manos, y necesitaría el doble para subir al tren con todo esto.
–Ya, pero su caso no está contemplado. Nosotros estamos aquí para ayudar a tetrapléjicos, personas con muletas, ancianos en silla de ruedas… Cosas así.
–Y me parece estupendo, de verdad, no sabe cuánto me alegro de saber que existe un servicio así, pero en este momento, en este andén no hay ningún tetrapléjico, aquí sólo estoy yo, con mi niño, y no puedo subir al tren. Sólo le estoy pidiendo que me suba el carrito, nada más. Lo habría hecho en la tercera parte del tiempo que llevamos hablando.
–Ya, pero no puedo. Espere usted por aquí, y si dentro de media hora no tenemos nada que hacer…
Por eso, tuvo mucho tiempo para pensar en las buenas intenciones que alfombran el infierno mientras el tren se iba llenando de gente. No va a quedar sitio en el portaequipajes, pensó, pero justo entonces se le acercaron dos chicos que iban a Zaragoza, para hacerle una pregunta tan obvia que a ningún legislador de este país se le ha ocurrido jamás.
–¿Necesitas ayuda?
Gracias a ellos, y sólo a ellos, que no tardaron ni cinco minutos en subir el carrito, colocárselo en el portaequipajes y cogerle al niño en brazos mientras organizaba su equipaje, pudo viajar cómodamente entre Barcelona y Madrid. Al llegar a Atocha, otros viajeros que no cobraron ni un céntimo por hacerlo le ayudaron a completar la operación inversa, cogerle al niño en brazos, bajar el carrito del portaequipajes, ayudarla hasta que lo abrió en el andén. Y ella se lo agradeció en el alma.
Mientras lo empujaba hacia la salida, iba pensando en lo que le esperaba. Pero a lo mejor no, trató de infundirse ánimos, a lo mejor en Madrid no pasa lo mismo, igual aquí… El objeto de su intensa actividad mental consistía en un acto tan trivial en apariencia como coger un taxi. Una hazaña fuera del alcance de las madres que viajan solas, gracias a las mejores intenciones de quienes redactan las normas de tráfico.
Los tres primeros se limitaron a decirle que no. No podían aceptarla porque no llevaban la silla homologada para niños que ahora es obligatoria. El cuarto, además de negarse a llevarla, argumentó su respuesta al verla a punto de echarse a llorar.
–Lo siento muchísimo, señora, no crea que no. Yo he tenido tres como ése y la comprendo, pero es que, como me paren, me van a crujir de la multa. Y no puedo llevar una sillita en el maletero porque, con lo que abultan, perdería un montón de carreras, no podría coger a nadie con maletas. Lo siento de verdad.
No siguió intentándolo, ¿para qué? Era la una de la tarde, hacía mucho calor, a las dos tenía que estar en El Retiro. Así que se colgó la mochila, encajó como pudo la maleta en la red inferior del cochecito, se atravesó en bandolera la bolsa del niño y empezó a empujar un carro que pesaba más que un muerto, cuesta arriba, siempre cuesta arriba, hasta que llegó a su cita, tarde, asfixiada de andar, con el niño llorando, muerto de hambre y de calor.
El infierno está alfombrado de buenas intenciones, se repitió cuando por fin pudo apoyarse en un árbol, a la sombra, para recuperar el resuello. Y la natalidad, en España, por los suelos. Todavía habrá alguien que se pregunte por qué.
(Ésta es la crónica real y verdadera del último viaje en AVE, de Barcelona a Madrid, de mi amiga Carmen Domingo y su hijo Lucas, pero no está dedicada a ellos, sino al Ministerio de Fomento).
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