Taxi-Driver
RAFAEL A. AGUILAR
 POCAS profesiones, por no decir ninguna, me merecen más admiración que la de los taxistas. Suelo encontrar en ellos un ejemplo de constancia y entrega a las inevitables obligaciones laborales, un catálogo de experiencias vitales que en muchas ocasiones me parecen dignas de una buena trama literaria y una fuente de información que un periodista haría mal en desaprovechar. Poca gente como ellos sabe en cada momento qué está pasando en la calle. Me gusta fijarme en las cosas que llevan en la guantera: sus objetos los delatan y ayudan a encontrar un tema para iniciar la conversación. Hará un par de años me llevó a La Carlota un taxista que guardaba en el salpicadero «La teoría de los sentimientos» de Carlos Castilla del Pino. Yo iba a entrevistar a una peluquera y a su marido, que habían sobrevivido a un huracán en los sótanos de un hotel del Caribe, pero doy fe de que tengo un recuerdo mucho más intenso de mi charla con el chófer que del matrimonio al que la furia de la naturaleza le había dejado sin daiquiris.
 El conductor era un hombre de cierta edad, quizás rozaba los sesenta años, que había encontrado en los libros el remedio a una soledad más profunda e incurable que la del taxímetro a cero. «He tenido muchos problemas en mi vida y descubrí una respuesta a tanta angustia en los autores de filosofía», me dijo quien ahora estará, seguro, llorando el cierre de la librería Anaquel. En el trayecto me resumió «La imitación de Cristo» de Tomas de Kempis y me recomendó la consulta de «Etimologías» de San Isidoro de Sevilla, además de citarme «La crítica de la razón pura» de Kant y confesarme su predilección por Aristóteles entre todos los pensadores clásicos. El taxista me esperó leyendo en el coche a que yo hiciera el reportaje y, ya de vuelta, me contó con su voz atormentada que coleccionaba libros desde que, hacía treinta años, volvió de trabajar en Alemania. No se me ha olvidado la cara siempre apenada de ese hombre del que me despedí en Las Tendillas deseándole que Radio Taxi no tardara en asignarle un servicio mío. Mas el sistema tecnológico que adjudica los vehículos no ha querido que nos encontremos desde entonces.
 Y mira que tengo ganas de verlo y de que me cuente qué ha leído desde la última vez que nos vimos. También me gustaría saber qué opina él, un espíritu moderado e ilustrado a fuerza de tantos desengaños personales como aseguraba que había tenido, de todo lo que se ha dicho esta semana sobre los taxis de Córdoba. A ver qué piensa sobre el prodigio de que sus compañeros sean más rápidos que las ambulancias y de que los taxis tarden sólo cuatro minutos en recoger al cliente que lo ha reclamado por teléfono, como ha sostenido felizmente la asociación de taxistas. También le preguntaría a mi «taxi-driver» que si no lamenta que esta ciudad compruebe de nuevo que no hay manera de hacerle una crítica a un colectivo profesional -más que fundada, por los datos que se van conociendo- sin que éste lo interprete como una injerencia intolerable. Que a ver dónde está escrito que sean los consumidores los que tengan que tolerarlo todo.
 abc
 
 
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