miércoles, 26 de agosto de 2009

Pánico en el autobús


Ayer me sorprendí a mí misma tapándome la boca con mi trillado fular malva cuando un joven estornudó estridentemente en el autobús. Lo primero que me vino a la cabeza fue la dichosa gripe A y lo segundo, una serie de improperios que afortunadamente no verbalicé sobre la madre del susodicho desaprensivo al que diagnostiqué, así, a bote pronto, una aguda infección por el virus A/H1N1. Sobra decir que mis conocimientos sobre la medicina no pasan de la enciclopedia sobre la salud de Espasa Calpe que compré a plazos hace años a un vendedor que tocó mi puerta.
En plena canícula me entró un sudor frío y me convertí en presa de la hipocondría. Observé al jovenzuelo y le fulminé con la mirada. Y mientras me imaginaba a los mediáticos virus campando a sus anchas por mis fosas nasales, mi garganta... deseé tener los superpoderes de Cíclope, de los X-Men, y convertir en trizas a aquel muchacho desalmado. En ese momento hice una radiografía de mis apiñados y variopintos compañeros de viaje y de mis -en un plazo no mayor de diez días- tocayos de enfermedad. Confieso que casi me invadió un sentimiento de camaradería y a punto estuve de arengar al personal con un: «Tranquilos, seguro que juntos lo superaremos».
Ahora todos mirábamos a ese quinceañero de ojos vidriosos y nariz roja que moqueaba sin cesar sobre un reciclado klínex. Pese a lo reducido del espacio, le condenamos al ostracismo, al destierro... Entonces llegamos a la parada de la Gran Vía, frente a la torre de Logroño. El joven se apeó y fue entonces cuando su novia le mencionó no sé qué de su alergia.
Todos respiramos. ¡Ufff, de esta nos hemos librado!

No hay comentarios: