Era mitad niño mitad adulto y estaba muerto de miedo. Había montado solo en un taxi por primera vez, del colegio a casa (donde seguro le estaría esperando su madre para pagarme la carrera; una madre que no pudo ir a buscarle y que llamó en el último momento al colegio para decirle que tomara un taxi, que ya era mayor para eso).
¿Qué tendría?, ¿12 años?, ¿13, quizás? Los suficientes, al menos, para tantear la vida de un adulto, o para comenzar a pensar que los adultos estorban pero sin poder aun vivir sin ellos, sin ese imprescindible consuelo de saber que están o estarán ahí cuando se le pudiera escapar cualquier ramalazo infantil. La adolescencia es una frontera tan fina que se podía permitir pasar de niño a adulto, o viceversa, a su antojo. Y bien es cierto que sus padres ya habían comenzado a darle ciertas responsabilidades de adulto a modo de pruebas que debía superar para ganarse su confianza, como la de subir en un taxi solo, aunque fuera por un trayecto ridículo, del colegio a casa. Desde hace meses habían notado, sus padres, indicios de sobra para creer que su niño ya no era tan niño, como ese mostacho, o los pelillos en las piernas y en las axilas, o su voz cambiante, incontrolable (los malditos gallos que tanto le avergonzaban y que trataba de disimular hacia ellos hablando bajito). Y es que Daniel estaba muerto de miedo en el asiento de atrás de mi taxi porque no sabía si quería crecer o no. Aún estaba a tiempo de decidirlo, pero algo le decía que le quedaba poco, casi nada.
Y digo Daniel porque ese adolescente bien podría haber sido yo muchos años atrás. Daniel viajando en el taxi de Daniel. El pasado y el presente en un mismo espacio. La boca del pasado echándole el aliento, desde atrás, a la nuca del presente.
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